jueves, 9 de septiembre de 2010

Carpe Noctum



Es el camino que lleva de mi cuarto al jardín testigo silencioso de una necesidad secreta, singular apetito que suele cobrarse caro en alegría, pero que lo vale. Eso y más. Un hambre del alma, de aquello que no tiene nombre ni descripción adecuada, algo que solo se prueba.

En el fresco de la noche aderezado sin luz me encuento con los asistentes a la reunión. Mi jacaranda, mi durazno, mi abedul y mis flores; mi tierra, mi sombra y mi nada. En un pedazo del todo que no figura para nadie, existe un mundo pequeño, contenido en una caja de concreto. Pequeño, muy pequeño quizá. Para el que tiene sed de estrellas, es tan solo una gota perdida en un desierto de gente y pavimento... y no hay luna. No hay nada.

Después de un rato, una tímida realidad se atreve a hacerse presente. El mismo durazno que estaba muriendo un año atrás brilla ahora pleno en una explosión de sombras, extendiendo las ramas al compás de la brisa, como un recién nacido que despierta a una nueva vida. Me toca sin acercarse. Me abre los ojos. Veo un océano que se extiende del ahora al infinito, que me llena con sus aguas, aunque no alcance a mojarme en ellas. Espuma de nubes va y viene con la marea, y a la distancia se observan faros de costas lejanas, suspendidos en un cielo sin luna. Siento el aire frío contra la cara y a la tierra que llama con su aroma; el crujir de las hojas, los murmullos de la noche y el resuello amenazador del desierto que se extiende más allá de las fronteras del mundo. Mi mundo, mi noche... mi hambre.